lunes, 18 de septiembre de 2017

homenaje-con Geo

Los primeros en aplaudir y ponerse de pie fueron los que estaban al final de la platea. Conminado por el impulso de estos, se irguió luego el resto de la planta baja del teatro. A los balcones se elevó el vapor del entusiasmo milisegundos después. 
Ya todos aplaudían. Los del segundo piso se inclinaban frenéticamente por sobre las barandas para ver lo que ocurría debajo del balcón central, en la puerta de paso del vestíbulo a la sala, no sin peligro de caer sobre aquellos que lograban el éxtasis en una más cómoda contemplación. El gallinero afianzó su reputación —para consternación de quienes lo denominaban insistentemente tertulia—, con estampidas en pos de las escaleras. ¡Era ella, era ella! 
Los del balcón central estaban estupefactos. El piso impenetrable los separaba del imán de los aplausos. Albergaron demasiado tiempo la esperanza de verla aparecer bajo ellos camino del proscenio. Pero nada ocurría y ya las luces comenzaban a atenuarse, y también las palmadas obedecían, casi gobernadas por un mecanismo similar. Todos los descolocados en pos de la epifanía regresaban a sus puestos con rostros animados.
El silencio se levantó desde el balcón central, agudo, como un desgarrado lamento: allí estaban los únicos que nada vieron y nada podían comentar. Lo que para ellos había sido esperanza, y luego duda y confusión, se deshizo en un hueco profundo donde flotaba el desencanto. Arrepentidos de la elección del sitio en el teatro aquella noche, supuestamente el mejor, se lamentaban los balletómanos más delicados, los más envidiosos, los que mejor entendían la grandeza de quien los había despechado. Se sentaron últimos, cubiertos por la oscuridad anunciadora de la fuga de telones, cuando entendieron por fin que Alicia se había retirado, como la corza ciega, asustada por la maraña de un bosque de aplausos.