Anoche me desperté a las dos de la mañana preocupado por él. Se llama Carlos Manuel Álvarez, y aunque si bien no lo conozco, siento que lo intuyo, lo adivino, lo creo. Creo que hay varias explicaciones para esa posibilidad de conocimiento de un desconocido.
La primera: que quizás no somos tan diferentes, como no lo son de mí mis amigos, para quienes escribo esto, con la esperanza de que lo lean, sobre todo aquellos que desde las distancias de espacio, tiempo y circunstancias de la vida, parecen más alejados, aunque la memoria por eso también sea más pródiga con ellos. Y no solo la esperanza de que me lean a merced de tanta separada existencia que se ha ido metiendo en los intersticios del grupo que formábamos, sino que me lean especialmente con aquellos ojos donde yo podía encontrar cualquier necesaria pregunta e imprescindible respuesta, sino que me comprendan en la voz de aquel que yo era, que con ustedes y por ustedes, fui. ¿Cuánto diferentes podríamos ser de aquellos que una vez fuimos, amigos, siempre empotrados en el mismo milímetro del mapa galáctico, fluyendo en las mismas cuadrículas del almanaque, creciendo bajo los mismos cintillos de los periódicos y señales de televisión, páginas en los libros, comidas en los platos, urgencias en los cuerpos, modales en el corazón? Por eso pienso que tampoco es tan diferente de nosotros Carlos Manuel. Él también es de un pueblo de Cuba y por eso tal vez le dijeron guajiro o “palestino” en La Habana, también estudió en un IPVCE y por eso lo veían en su barrio como el “quemao”, además leía mucho y por eso tuvo fama de “polilla”. Y seguramente no se quedaba callado y por eso lo etiquetaron como “contestón”. Y quería ser periodista, poeta, escritor, actor y por eso fue un “loco”. Hasta que lo logró. La bella locura de las palabras ciertas, de las palabras que preñan y engendran y crecen. Solamente por ese logro, raro, el de soñar algo y poder hacerlo, como quien soñó hacerse doctor o abogado o barman o trovador, merece respeto. En todo eso él y ustedes se parecen, amigos míos.
Hay otra segunda explicación para esa sensación de cercanía con Carlos Manuel. Y es que lo he leído. Hace años vengo leyéndolo. Sin recomendación, sin una fe previa, inmerso en el ruido de los cientos de párrafos que deben cruzarme los ojos cada día. Hasta que poco a poco, como en un coro una voz, la suya se me hizo distinta, y empecé a buscarla, a perseguirla. A veces me molestaba lo que decía, pero ya para siempre estaba convencido del valor de su escritura, de su autenticidad. Y luego pues, más allá de la forma, empecé a ver un pensamiento, un generador de ideas, alguien con la capacidad de darle vueltas a las cosas para presentarlas como si fueran nuevas, de dar el salto sobre multiplicaciones y sumas hasta la potenciación infinita de parir, crear. Por mucho que alguien se oculte al escribir, hay en el buen periodista y en el buen escritor un grado de nudismo superior al de cualquier profesión. Los temas que se escogen y los que se descartan, el ángulo desde donde se presentan, los análisis, las denuncias, sirven de confesión, revelan una pasión. Y la pasión es como el plumaje de un individuo, lo que lo hace volar, lo que lo envuelve y da belleza. Sobre su pasión, eso al menos, y no es poco, lo sé, lo aprendí, leyendo a Carlos Manuel: su pasión por escribir, por la literatura, por algunos deportes. Ustedes, amigos míos, que también saben de mi pasión, siempre me han dado la posibilidad de recomendarles autores y lecturas. Por eso ahora, otra vez, les recomiendo con fervor leer a Carlos Manuel, y aclaro que ese fervor no nace de las circunstancias actuales en que, a él, por morbosidad de esas circunstancias, lo han vuelto una figura impúdica más que pública.
Y aquí entronca la tercera explicación posible. Yo siento que dadas las mismas circunstancias, no me quedaría alternativa que reaccionar como él. Para poder seguir siendo el que ustedes creen que alguna vez fui. Para poder seguir mirándolos con aquellos ojos a aquellas mismas miradas donde me dibujaban alguien cierto y distinto.
Hay otra segunda explicación para esa sensación de cercanía con Carlos Manuel. Y es que lo he leído. Hace años vengo leyéndolo. Sin recomendación, sin una fe previa, inmerso en el ruido de los cientos de párrafos que deben cruzarme los ojos cada día. Hasta que poco a poco, como en un coro una voz, la suya se me hizo distinta, y empecé a buscarla, a perseguirla. A veces me molestaba lo que decía, pero ya para siempre estaba convencido del valor de su escritura, de su autenticidad. Y luego pues, más allá de la forma, empecé a ver un pensamiento, un generador de ideas, alguien con la capacidad de darle vueltas a las cosas para presentarlas como si fueran nuevas, de dar el salto sobre multiplicaciones y sumas hasta la potenciación infinita de parir, crear. Por mucho que alguien se oculte al escribir, hay en el buen periodista y en el buen escritor un grado de nudismo superior al de cualquier profesión. Los temas que se escogen y los que se descartan, el ángulo desde donde se presentan, los análisis, las denuncias, sirven de confesión, revelan una pasión. Y la pasión es como el plumaje de un individuo, lo que lo hace volar, lo que lo envuelve y da belleza. Sobre su pasión, eso al menos, y no es poco, lo sé, lo aprendí, leyendo a Carlos Manuel: su pasión por escribir, por la literatura, por algunos deportes. Ustedes, amigos míos, que también saben de mi pasión, siempre me han dado la posibilidad de recomendarles autores y lecturas. Por eso ahora, otra vez, les recomiendo con fervor leer a Carlos Manuel, y aclaro que ese fervor no nace de las circunstancias actuales en que, a él, por morbosidad de esas circunstancias, lo han vuelto una figura impúdica más que pública.
Y aquí entronca la tercera explicación posible. Yo siento que dadas las mismas circunstancias, no me quedaría alternativa que reaccionar como él. Para poder seguir siendo el que ustedes creen que alguna vez fui. Para poder seguir mirándolos con aquellos ojos a aquellas mismas miradas donde me dibujaban alguien cierto y distinto.
Las posibles razones son bien sencillas. El miedo a que lo que se desencadene sera peor que lo que se tiene. O la indiferencia absoluta. O el aferramiento a tener razón,