A Jorge Luis Borges le gustaba repetir (más de 5 veces en diferentes ensayos) aquello de Coleridge de que "la fe poética es una suspensión voluntaria de la incredulidad." A Eduardo Heras le escuche hablar del contrato ficcional, de ese tácito acuerdo entre autor y lector, donde el segundo echará a un lado el descreimiento para revivir la historia que le propone el primero. En esos planteamientos hay pistas claras de lo que la ficción es. En la posverdad ambas partes no son conscientes de lo acordado. Borges, analizando Don Quijote, hacía el siguiente hincapié, sin asegurar que se cumpliera para toda la literatura: "no sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que aceptemos el argumento aunque no aceptemos los personajes. Creo que eso no ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tenemos que aceptar a su personaje central. Y podemos pensar que estamos interesados en las aventuras, pero en realidad estamos más interesados en el héroe." Según han dicho varios, la realidad imita a la ficción. Yo creo que sí, que hay momentos en cualquier historia personal o colectiva, cuya intensidad desborda la realidad minuciosa, toda esa madeja de tiranías simultáneas que supone vivir de instante a instante. Entonces, como en una novela, todo parece posible, se embridan las dudas, acaece el héroe, acaso el héroe somos nosotros. Pero el género ficción, y el género realidad, generalmente están bien delimitados. Siempre hay un nicho para posverdades en ese limbo entre ambos, donde, con el gancho rutilante de la heroico y del héroe, haciéndonos sentir que todo es original y acuciante, alguien intentará cosechar para sí el beneficio de nuestra suspendida incredulidad. El contrato social de los cubanos se ha convertido en la relación del buen lector con un mal autor, que alguna vez fue amigo: ponemos en suspenso todas nuestras dudas, y de la mano de su trama aceptamos las nuevas convenciones, pero poco a poco dejan de gustarnos los personajes, las inconsistencias del relato producen con demasiada frecuencia intromisiones del sentido común de la realidad, descubrimos que el propio autor no creía en su mundo, sino que lo formulaba por el mero placer de elevarse por encima de nosotros, de someternos en él. Y lo que empezó como inducción, ahora es obligación, exigencia, como a la entrada del Infierno de Dante, donde además del abandono de la esperanza, es necesario el abandono del juicio, para que parezca valedero lo que se inventa.
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