miércoles, 11 de marzo de 2020

acotaciones de una cómplice


La escritora Svetlana Alexievich obtuvo el premio Nobel de Literatura en 2015. No escribió novelas propiamente, sino que, a partir de entrevistas, conversaciones, enhebró un “infinito número de verdades humanas” para intentar contar la historia mayúscula desde la ínfima vida y emoción de las personas: contar lo extraordinario según los “contornos de lo ordinario”. Las mujeres y los niños en la Gran Guerra Patria, las tropas soviéticas en Afganistán, la catástrofe nuclear que se trata de ocultar por arrogancia política, el colapso de la era soviética y sus consecuencias, han sido los temas que ha tratado en sus libros. Del libro “Tiempo de segunda mano. El fin del Homo sovieticus.” he traducido (desde la edición en inglés), la mayor parte de un preámbulo introductorio que la autora tituló: Acotaciones de un cómplice. El libro, en su pórtico, tiene dos frases. Hay una que refuerza aquello de que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno: “En cualquier circunstancia, debemos recordar que no son los enceguecidos malhechores los primeros responsables del triunfo del mal en el mundo, sino los espiritualmente iluminados sirvientes del bien (Fyodor Stepun)”. Aquí les va:

Acotaciones de un cómplice.

(...)El comunismo tuvo un plan insano: rehacer la antigua estirpe del Hombre, del viejo Adán. Y funcionó... Quizás fue el único logro del comunismo. Setenta y tantos años en el laboratorio del marxismo-leninismo dieron origen a un nuevo hombre: el Homo sovieticus. (...) Siento que conozco a esta persona; somos familiares, hemos vivido lado a lado durante mucho tiempo. Yo soy esa persona.  Y lo son mis conocidos, mis amigos más cercanos, mis padres. (…) Aunque ahora vivimos en países distintos (nota del traductor [nt]: específicamente referido a que antes todos fueron soviéticos, de las diferentes repúblicas que conformaban a la URSS) y hablamos lenguajes diferentes, no podrías confundirnos con alguien más. Somos fáciles de notar. Las gentes que han emergido del socialismo, son a la vez semejantes y desemejantes al resto de la humanidad –tenemos nuestro propio léxico, nuestras propias concepciones del bien y el mal, nuestros mártires. Tenemos una relación especial con la muerte (nt: en este punto, un artículo reciente sobre el caso cubano https://www.revistaelestornudo.com/suicidios-cuba-muerte/). Las historias que me cuentan están llenas de términos chocantes:  disparar, ejecutar, liquidar, eliminar, o variedades típicamente soviéticas de la desaparición, tales como “arresto”, “diez años sin derecho a correspondencia”, y “emigración”. ¿Cuánto habremos de valorar la vida humana cuando sabemos que no hace mucho las personas morían por millones? Estamos llenos de odio y supersticiones. Todos venimos de la tierra de los gulags y de la horrorosa guerra. Colectivización, deskulakización, deportaciones masivas de variadas nacionalidades… Esto fue el socialismo, pero también fue simplemente el día a día (…) lo que hubiese sido, era nuestra vida. Estoy empalmando la historia del socialismo “interior”, “doméstico”. Como existió en el alma de las personas. Siempre me sentido atraída hacia este universo en miniatura: una persona, el individuo. Allí es donde todo realmente sucede.

¿Por qué este libro contiene tantas historias de suicidios en vez de los soviéticos más típicos con historias de vida típicamente soviéticas? En cuanto a esto, la gente termina con sus vidas por amor, por temor a la vejez, o solo por curiosidad, por un deseo de verse cara a cara con el misterio de la muerte. Yo busqué personas las cuales habían estado ligadas permanentemente a la idea soviética, permitiendo que esta los penetrara tan profundamente que no habría manera de separarlos: el Estado se había convertido en su cosmos, bloqueando todo lo demás, incluso sus propias vidas. No podrían simplemente alejarse de la Historia, dejándolo todo atrás y aprendiendo a vivir sin ella –lanzándose de cabeza en el nuevo modo de vida y disolviéndose en una existencia privada, como tantos otros, quienes permiten ahora que lo que fueron detalles menores se conviertan en su foco principal. Hoy, la gente quiere solo vivir sus vidas, no necesitan alguna gran Idea. Esto es enteramente nuevo para Rusia; algo sin precedentes en la literatura rusa. En el fondo, fuimos hechos para la guerra. Estábamos siempre peleando o preparándonos para pelear. Nunca hemos conocido otra cosa –de ahí nuestra psicología de contienda. Incluso en la vida civil todo estuvo siempre militarizado. Los tambores batiendo, las banderas ondeando, nuestros corazones saliéndosenos del pecho. La gente no reconoce su propia esclavitud – incluso les gustaba ser esclavos. Lo recuerdo bien: cuando terminaba la escuela, nos ofrecíamos como voluntarios para ser llevados a las Tierras Vírgenes (nt: estrategia de reforma agrícola, iniciada por Jrushov en 1953, que también fue famosa por las dificultades de alimentación, albergue y medios de trabajo que padecieron sus movilizados), y despreciábamos a los estudiantes que no querían sumarse. Estábamos resentidos de que la Revolución y la Guerra Civil hubiesen ocurrido antes de nuestro tiempo. Y ahora uno se pregunta: ¿fue eso realmente nosotros? ¿Fui eso yo? Yo evoco junto a mis protagonistas. Uno dijo, “solo un soviético puede entender a otro soviético”. Compartimos una memoria colectiva comunista. Somos vecinos en la memoria.

(…) Yo fui una Pequeña Octubrista (…) una Joven Pionera, luego miembro del Komsomol. La desilusión vino después. Luego de la perestroika, estábamos impacientes por la desclasificación de los archivos. Finalmente ocurrió. Aprendimos la historia que ellos nos habían estado ocultando…

La gente leía los periódicos y revistas, y se sentaban aturdidas en silencio.  Los sobrepasaba un horror indecible. ¿Cómo se suponía que viviésemos con esto? Muchos recibieron la verdad como un enemigo. Cualquier libertad también. “No conocemos nuestra propia nación. No entendemos lo que la mayoría gente piensa (…) lo que quieren. Pero nos haremos responsables de educarlos. Muy pronto aprenderán toda la verdad y quedarán horrorizados”, decía un amigo en mi cocina (…) yo discutía con él. Era 1991… Qué tiempos tan felices. Creíamos que justo mañana marcaría el comienzo de la libertad. Que se materializaría de la nada, solo por la fuerza del deseo. (…) Era más fácil para mi generación aceptar la derrota de las Idea comunista porque aún no habíamos nacido cuando esta era aún joven, fuerte, y desbordante de la magia del romanticismo fatal y las aspiraciones utópicas. Nosotros crecimos con los ancianos del Kremlin, en Cuaresma, tiempos vegetarianos (nt: término acuñado por la Ajmátova para describir un periodo en el cual solo su obra sería suprimida, por contraposición con los tiempos caníbales del estalinismo, en que eran suprimidas las personas). El gran baño de sangre del comunismo ya se había perdido en el tiempo. (…) Con más frecuencia la gente se mostraba irritada con la libertad “compro tres periódicos y cada uno tiene su versión de la verdad; cuál es la verdad real; antes uno podía levantarse en la mañana, leía Pravda, y ya sabías todo lo que necesitabas saber (…)” La gente era lenta para salir de la narcosis de las viejas ideas. Si yo traía a colación el arrepentimiento, la respuesta era “¿yo de qué me tengo que arrepentir?” Todo el mundo se veía a sí mismo como víctima, nunca como un cómplice deliberado. Uno diría “yo también caí preso”; otro, “yo estuve en la guerra”; un tercero “yo levanté mi ciudad de las ruinas”. La libertad habíase materializado del aire, todo el mundo estaba intoxicado por ella, pero nadie estaba realmente preparado. ¿Dónde estaba esta libertad? Solo alrededor de la mesa en la cocina, donde por costumbre la gente continuaba despotricando del gobierno (…) de Yeltsin y Gorbachov: de Yeltsin por cambiar Rusia, de Gorbachov por cambiarlo todo. El siglo XX completo. Ahora no viviríamos peor que nadie. Seríamos como todos los demás. Pensábamos que esta vez sí nos saldría bien. Rusia estaba cambiando y se odiaba a sí mismo por hacerlo. “El Mongol inmóvil”, escribió Marx de Rusia.

(…) No tuve muchas conversaciones honestas, abiertas, con mi padre. El sentía pena por mí. ¿Sentía yo pena por él? Es difícil responder esa pregunta… No teníamos piedad con nuestros padres. Nosotros pensábamos que la libertad era una cosa muy sencilla. Pasó poco tiempo, y pronto, nosotros también nos encorvamos bajo su yugo. Nadie nos había enseñado cómo ser libres. Solo se nos había enseñado siempre cómo morir por ella. Y entonces, aquí está, la libertad. ¿Es todo lo que soñamos que fuera? Estábamos preparados para morir por nuestros ideales. A probarnos en la batalla. Ahora tenemos sueños nuevos: construir una casa, comprarnos un carro decente, plantar grosellas… Resulta que la libertad significó la rehabilitación de una existencia burguesa, la cual tradicionalmente se había suprimido en Rusia. La liberta de Su Alteza el Consumo. La oscuridad exaltada. La oscuridad del deseo y el instinto –la vida humana misteriosa de la cual siempre solo hemos tenido nociones aproximadas. Porque toda nuestra historia , habíamos estado sobreviviendo en vez de viviendo.

(…) Le pregunté a todos los que encontré lo que significaba “libertad”. Los padres y los hijos tenían respuestas muy diferentes. (…) Para los padres, libertad era ausencia de miedo (…) nunca ser azotado, aunque ninguna generación en Rusia ha podido evitar los azotes. Los rusos no entienden la libertad, necesitan al cosaco y al látigo. Para los hijos: libertad es amor; la libertad interior es un valor absoluto. Libertad es cuando no temes tus propios deseos; tener mucho dinero para tener de todo; es cuando puedes vivir sin tener que pensar en la libertad. (…)

En la “Leyenda del Gran Inquisidor”, Dostoievsky presenta un debate sobre la libertad. Específicamente sobre la lucha, tormento y tragedia de la libertad (…). La gente es constantemente forzada a escoger entre ser libres y alcanzar éxito y estabilidad; libertad con sufrimiento o felicidad sin libertad. La mayoría escoge esto último. El Gran Inquisidor le dice a Cristo, quien ha retornado a la tierra: “Con todo Tu respeto por el hombre, has actuado como si hubieses dejado de sentir compasión por él, porque demandas mucho de él… Si lo respetases menos, Tú le exigirías menos, y esto habría sido más cercano al amor, porque habría aligerado su carga. El hombre es débil e inferior… ¿Es culpa de un alma débil el no tener la fuerza para aceptar tan terribles regalos? No hay tarea más opresiva y torturante para el hombre, habiéndose hallado libre, que buscar alguien ante quien postrarse tan pronto como pueda… alguien en quien depositar ese don de la libertad con el cual esta criatura ha nacido…”

(…) En vísperas de la Revolución de 1917. Alexander Grin escribió, “Y el futuro parece que hubiera dejado de estar en el lugar esperado.” Ahora, cien años más tarde, el futuro está, una vez más, no donde debería de estar. Nuestro tiempo llega a nosotros de segunda mano. (nt: secondhand time, usado, con un dueño anterior)

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